Por Antoine Leonetti
A la pregunta ¿qué tipo de sociedad queremos para nosotros, y qué tipo de sociedad queremos garantizar para las generaciones venideras?, tanto la clase política como el pensamiento más social de los países occidentales actuales suelen contestar apelando cada vez más por sociedades menos basadas en el dinero, el éxito y el consumo, y en cambio más respetuosas con el medioambiente o más centradas en el respeto de los valores ciudadanos en contextos crecientes de interculturalidad. Para ayudar a conseguir estos cambios, desde hace decenios sobran las referencias que demuestran la vital importancia de la práctica artística, tanto para el equilibrio individual como para la armonía social en su conjunto. Este beneficio “social” de las prácticas artísticas depende de una eficiente educación artística y, para ser más precisos, de si esta educación es infantil y gratuita y, por lo tanto, capaz de garantizar – cuánto antes y para cuántas más personas sea posible – la asimilación de estas prácticas. Una buena educación artística en edades tempranas, condicionando por otro lado el éxito de las enseñanzas artísticas y el efectivo disfrute del acceso a los bienes y las estructuras culturales, acaba de perfilarse como piedra angular de nuestras sociedades. Pero, si es efectivamente así, ¿no debería gozar ésta de una mejor protección jurídica, en términos de derechos fundamentales?
La educación artística, una de las bases del equilibrio individual y social...
La educación artística, infantil y gratuita, considerada como un elemento clave del edificio social, en cuanto se considera también la cultura como una de sus componentes básicas, corresponde a una cuestión profundamente transversal: los beneficios de una buena educación artística se han percibido desde todas las vertientes de las ciencias sociales, desde la pedagogía infantil hasta la sociología, pasando por la sicología, la filosofía o la economía.
Estas disciplinas, al advertir de los peligros de los hábitos consumistas contemporáneos, han insistido repetidamente sobre los beneficios de la participación ciudadana a través de la práctica artística, con el valor irrepetible de la posibilidad, para uno, de poder pintar o hacer música de forma gratuita y personal a lo largo de toda su vida, sin tener que recurrir a la adquisición de ningún “producto”, aunque sea cultural. Poder practicar un instrumento en la edad adulta, sin la ayuda de ningún artificio, depende en el fondo de que se haya garantizado una educación artística obligatoria durante la infancia. A los que rechazan este concepto de obligatoriedad, invocando que no todos somos capaces de tocar un instrumento, basta recordarles que enseñar las matemáticas no implica que queramos que nuestros hijos sean todos matemáticos, y que lo mismo debería pasar, por ejemplo, con la música o el dibujo. Es esencial ofrecer una enseñanza obligatoria de estas materias en la enseñanza pública en las edades más tempranas para que el aprendizaje sea realmente efectivo (a partir de los cuatro años para el aprendizaje de la lectura musical por ejemplo), y dar por lo menos la posibilidad a los más jóvenes de poder en el futuro desarrollar sus predisposiciones artísticas.
Tocamos aquí cierta idea de jerarquía: ¿dentro del currículum escolar, deben algunas materias recibir una atención especial? ¿Es más importante la ciencia, porque nos dará quizás de comer, que el dibujo y la música? Si apelamos efectivamente al modelo social que tanto se debate, no podemos dejar de ver claramente que la educación artística debe gozar de una atención de primerísimo plano, en la misma medida que los otros supuestos “núcleos duros” que representan tradicionalmente la enseñanza de la ciencia, la lengua y la historia. Los objetivos de cada uno pueden ser ciertamente distintos, si bien cabe no encerrar unas y otras materias en categorías herméticas y no dar así a la educación artística un lugar menor, “solamente” porque no tiene obligatoriamente una finalidad profesional; “solamente” porque condiciona a su vez el equilibrio personal, social, sicológico o afectivo, la educación artística tiene una importancia también de primer orden.
Al observar los claros beneficios transversales que implica, vemos por otro lado la poca relevancia que se le ha dado a la educación artística en el terreno del derecho. Considerando este hecho con curiosidad, dado también lo complejo que resulta tradicionalmente concretar el ámbito de los “derechos culturales”, ¿no se debería positivizar, precisamente, un verdadero derecho a la educación artística?
... ¿no se merecería una mejor garantía jurídica?
Derecho a la educación, derecho a la cultura, dos conceptos no exentos de dificultades a la hora de concretar sus efectos. Por un lado, si bien abunda la reflexión entorno al derecho a la educación desde un planteamiento global, pocos se adentran en el terreno puramente artístico y desde el punto de vista de los derechos fundamentales. Por otro lado, y sobre todo, el derecho a la cultura carece de una aceptación conceptual universal que facilite su aplicación concreta a través de nuestros instrumentos constitucionales y legales. La positivización de los derechos culturales, desde los dos Pactos Internacionales de Naciones Unidas de 1966 (de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), es un tema recurrente de debate, y si el derecho a la cultura se beneficia ciertamente de una larga trayectoria doctrinal y se ha ilustrado a través de numerosos instrumentos legales y constitucionales, se suele positivizar por ejemplo a través de otras libertades fundamentales como la libertad de expresión o la libertad de acceso a las infraestructuras culturales, más directamente y fácilmente aplicables. Buena prueba de este problema conceptual es la dificultad de reivindicar “directamente” el derecho a la cultura. Recordemos en este sentido que en la Constitución española, el “derecho a la cultura” del artículo 44.1 no es susceptible de ser invocado en un recurso de amparo porque figura como uno de los “principios rectores de la política social y económica” y no como uno de las “libertades y derechos fundamentales”.
Esta cierta borrosidad conceptual tiene unas consecuencias bien conocidas a nivel social, en cuanto a la debilidad generalizada de la educación artística en nuestros planes educativos primarios, tradicionalmente más propensos a garantizar la asimilación gradual y lógica de materias como las científicas. La enseñanza artística en cambio, al no beneficiarse directamente de una clara garantía supralegal, no responde a esta lógica, y la música por ejemplo, quizás por la ausencia de un derecho constitucionalmente garantizado a la educación artística, no suele enseñarse siguiendo las pautas naturales de asimilación que ésta supondría, sino que se relega a edades demasiado tardías para la fácil y efectiva asimilación del lenguaje y la escritura musical, haciendo de esta enseñanza algo casi forzado y en todo caso casi inútil a efectos de una posible práctica musical posterior. Algo así como enseñar un idioma extranjero a un adulto de 25 años, pretendiendo que éste pueda llegar con facilidad a ser novelista en esta lengua...
La educación artística se queda por lo tanto entre dos aguas – el derecho a la educación y el derecho a la cultura –, sin beneficiarse directamente de una protección efectiva, considerada desde el punto de vista de las libertades fundamentales. Por su especificidad, por el valor añadido que aporta tanto al ser humano como al conjunto de la sociedad, esta educación artística merecería un reconocimiento particular, a modo de discriminación positiva entre las diferentes ramas del derecho a la educación o de los derechos culturales. No sería en este sentido el primer ejemplo de discriminación positiva en el terreno de los derechos culturales: la Constitución española protege especialmente, por ejemplo, el derecho de acceso a la cultura de los prisioneros, en la medida en que el artículo 25.2, que les garantiza este derecho, sí puede ser objeto de un recurso individual de amparo...
Un claro derecho a la educación artística, infantil y gratuita, a parte de fundamentar el conjunto comportamental del ser humano y de definir directamente un modelo de sociedad no basado exclusivamente en el consumo, nos aporta un elemento claro y concreto de respuesta en cuanto a la definición de estos derechos culturales, tan debatidos y tan poco traducidos todavía al derecho positivo constitucional. A su vez, aporta un elemento más al debate, también muy actual, sobre la difícil coordinación entre administraciones estatales de cultura y de educación. ¿He aquí, acaso, un eslabón perdido entre el derecho a la educación y el derecho a la cultura?
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